Que los volcanes hablen

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—No atino a decir cuándo comencé a sentirlo 
—Debió ser en la pubertad, siempre ocurre así. 
—Quizá fue cuando te burlaste al verme desnuda en la regadera. 
—Oh, sí, nos bañábamos juntas a veces para ahorrar agua. 
—Viste mis pechos y te reíste de mis aureolas. Nunca han sido redondas y pequeñas. Al contrario, son grandes óvalos oscuros. Las señalaste con un gesto horrible en la boca. Nació el rencor.  
—Tú también conoces la crueldad. Las conflagraciones que urdes junto con mi madre. Ustedes siempre hablan de mí en secreto.  Como hoy que llegué a esta reunión, tan cansada, harta de simulaciones y las vi hablar en voz baja, escondidas en la cocina, apenas si me miraron.  
—Es porque me separé de ti hace mucho. No atino a decir cuándo. Fue después, cuando las dos estudiábamos la carrera y cada quien se aficionó por lo suyo. Dejé de comprenderte. De pronto te odiaba. Ya no podía mirarte. Cualquier gesto o acción tuya me resultaba detestable.  
—Parecido me ocurrió. Quise alejarme de todos, pero más de nuestros padres. No podía eludir mis pensamientos: la criticaba a ella por exigir perfección y a él por ser groseramente imperfecto.  
—Empecé a rehuirte. Nuestros temas en común se acabaron.  
—El acuerdo tácito fue no dirigirnos la palabra para evitar pelear. 
—Como ahora que preferimos cenar en silencio. Papá comenta bobadas, enciende la tele para no sentirse incómodo.  
—Mi madre habla mucho pero no espera respuesta de nadie. Solo quiere que la escuchen. 
 —¿Hablar contigo? Dejé de hacerlo, no sé precisar el momento. Tal vez cuando te aborrecí más: creías en lo primero que se aparecía frente a ti como causa justa. Te adheriste a las doctrinas más sentimentales. Ahora marchas a lado de las modas. 
—Tú creíste en Santa Claus hasta los doce años. Cuando te revelé la verdad en un supermercado. También eres ingenua. 
—Experimenté una gran desilusión, vergüenza. Por eso me convertí en escéptica. Ya no creo en ningún héroe. Menos si son viejos cabezas blancas. No me congrego por ellos ni les doy mi fe.  
—Hipócrita. Deseas complacer a todo el mundo. Te regocija ser halagada. No actúas según tus creencias, haces lo que de ti esperan.  
—Te gusta contrariar. Desencantar para molestar. Supones comportarte como alguien loable aunque seas irracional. Siempre has querido ser diferente... no lo eres tanto. 
—Alguna vez te gustó lo que a mí: las revistas de quinceañeras, las mismas películas y canciones. 
—Hablábamos antes de dormir, cara a cara. En el cuarto que está arriba, sobre las almohadas rellenas de vieja borra. 
—Y con la lámpara psicodélica de múltiples colores, prendía y apagaba sus luces mientras hacíamos muecas para asustarnos mutuamente. 
—Entonces nos entendimos. Nos quisimos. 
—Ambas dejamos esas cosas y no volvimos a encontrarnos. 
—Apenas puedo mirarte. Estás allá sentada y seria, ajena a este sitio adornado con fotos familiares. El ruido de los cuchillos me enerva. Si hablas no querré oírte. 
—Parecido me ocurre. Me remito a murmurar frases sarcásticas cuando tú o mi madre exponen sus ideas.  
—Nunca podré dirigirme a ti como lo hago ahora.  
—No. Sólo queda la imaginación. Tu imaginación. 
—Me es imposible conversar contigo. Cómo anhelo dejar que los volcanes de nuestras bocas se estremezcan y se desborden. Que hablemos con el estruendo de una erupción y nos manchemos la ropa de improperios, y al terminar, exhaustas, la pólvora nuble nuestras caras y nos abrigue, nos serene,nos conduzca al sueño como cuando niñas.  
—No pasará. Tienes miedo. Prefieres imaginar nuestras charlas. No dirás nada a la que está allá con su boca anaranjada y que mastica los últimos bocados de pescado.  
—Imposible hablar sin que me  tiemble la voz y muestre los colmillos, imposible sin sentir espasmos y malestar en el estómago.Sin decirte lo odiosa que eres. Lo incomprensible que me resultas. Lo lejana que pareces. 
—Ni siquiera eres capaz de mirarme fijamente. 
—No, no puedo. Hablar contigo es una fantasía. Una que guardo muy bien entre mis párpados. Una que a veces cobra vida cuando el día se ennegrece, una que se reproduce hoy que hace frío y te miro de reojo al otro lado de la mesa. Mamá levanta los platos. Papá fuma un cigarro. Percibo tus movimientos. Te retiras temprano. El chorro de agua sobre la loza. Tus pies en rojos zapatos se dirigen a la puerta.  
—Ya me voy. Tomo mi abrigo.  
—Adiós, hermana.  
 
Brenda Marcela 
 
 
 

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