Los niños todo lo escuchan

                                                             Maricela González C.  

Mi madre se esmera en adornarme con un vestido tieso y amplia crinolina con aro en la orilla,  calcetas blancas con ribete de encaje, que no debo ensuciar y zapatos brillosos de charol. No me libro de los jalones en el pelo, linaza y un moño inmenso sobre la cabeza. Rezongo mucho, ella se afana en que no quede ningún pelo fuera de lugar.
—Más vale te calles  y mantente quieta. 
Me  gusta como visten mis primos, eso sí que es divertido, se tiran en la tierra, se enlodan, juegan canicas, yo también lo hago, pero me tengo que esconder y tener cuidado en no romper el feo vestido que hoy se le ocurrió ponerme. 
Vamos a casa de la Tía Magdalena.  
Mi madre saluda a todo el vecindario y me pide haga lo mismo, me enoja el viejo tendero, sus manos son rasposas como estropajo, huele a fruta  podrida y cuando sonríe me asustan sus dientes grandes, chuecos y amarillos. Me regala  un dulce que tiro sin que mi madre se dé cuenta, ella me miraría con ojos de furia y diría, niña que la comida no se tira, no ves que hay mucha gente sin alimento, Dios te va a castigar. 
Seguimos nuestro camino apresuradas, porque antes de visitar a la tía hay que comprar algo para no llegar con las manos vacías, eso es de mala educación: 
—Tú debes aprender esto: “Nunca, nunca, se visita a alguien sin algo para obsequiar".
Ese día, para deleitarnos, se le ocurrió comprar un pastel adornado con flores rosas, como mi vestido, parece que ese tono le gusta mucho.  
Ya quiero llegar al enorme solar. Alrededor hay árboles frutales, uno tiene higos dulces; otro, peras jugosas y ciruelas rojas, al centro una fuente rodeada con macetas rebosantes de geranios. 
Me gusta platicar con Angelito, él es esposo de la tía Magdalena y, amigo de mi tío Everardo, sus ojos son verdes, cómo la cascara de limón, habla muy bajito, y camina un poco encorvado, dicen que es joven,  quien sabe, por qué se ve como un viejito, es herrero, él fabricó la herrería de las escaleras de mi casa, la adornó con hojas y flores muy bonitas. 
Antes trabajaba en el ferrocarril, igual que mi tío Everardo.  
Ellos platican en voz baja de una huelga que fue injusta y  como siempre el gobierno abusa de los pobres, encarcelaron y mataron a muchos, los corrieron a todos, lo único que les queda es esperar a que unos señores que el  presidente les dice comunistas, salgan del presidio y  los ayude. 
Mi tío Everardo dice que esto ya se jodió que quien sabe cuántos años les echen en la penitenciaria. 
—Tío ¿tú eres comunista? 
Se lleva un dedo a la boca, me hace callar:
—No mi hijita, ni lo digas, que tú padre me madrea y tu abuela me manda a rezar muchos rosarios, somos Católicos Guadalupanos. 
—Tío pero si yo te veo tomar la comunión cada ocho días, ¡sí, eres comunista! 
Los dos se desternillan de la risa, se ponen coloraditos y sus ojos lloran —me rio junto con ellos. 
 —Mi madre  grita desde la cocina: "¿Qué les pasa?"
—Nada, aquí tu chiquilla que dice puras pendejadas 
—Ah, bueno. 
Ellos hablan muchas cosas. Interrumpo al tío Everardo: 
—¿Vas a ver los toros? Anda tiíto, vamos, no me dejan verlos si tú  no estás y, torea Dominguín, ese qué es único, ¡vamos!, ¡vamos! 
Mi tío Angelito dice que también le dio por la toreada, allí lo conoció la tía. 
Ella plática con ojos brillantes y enseña sus dientecitos blancos a todo lo ancho de su boca, cuando se refiere a él: "Era esbelto y muy, muy guapo. Ya no siguió  de rejoneador cuando desapareció su hija Martha, se la robaron , se la llevaron muy lejos, ella regresó un día para dejar a su niño, pero ya no era la misma, toda pintarrajeada y la ropa apretada – lloraron mucho – mejor que se fuera, estaba podrida –después de unos años les avisaron que murió  - no pudieron hacer nada por salvarla –mejor así - ya no sufrirá  –era mal ejemplo para las niñas – qué no sepan nada de ella. 
Martha, mi prima, era primorosa, tenía su piel blanquita, blanquita, chapitas de melocotón, ojos verdes como las piedritas que tiene el anillo de mi mamá, reía quedito, creció mucho, tenía sus piernas largas y la cintura chiquita,  todos decían que parecía artista de cine –tal vez por eso la robaron. 
Cuando mis primas empezaron a crecer ya no las dejaron salir solas y cuando asistían a misa las vestían con faldas largas, hasta él tobillo, blusas flojas y mangas cubriendo sus brazos, no miraban a nadie. 
Yo no quiero crecer,  me gusta tirarme en la tierra, jugar canicas, hacer tortitas de lodo, qué mis muñecas  tomen té y coman pastel, cantar a la rueda, rueda de San Miguel, recortar muñequitas de papel, perseguir a mis primos y pasarles la roña,  que me arrojen agua fría con la manguera, treparme a los árboles, andar bicicleta, subirme a la rueda de la fortuna y los caballitos, romper piñatas, ver cuentos por televisión los domingos y hacer ruido al morder palomitas y, ahora mismo, comer chilaquiles de salsa verde picosa con mucha crema y queso con los frijoles refritos que preparó mi tío Everardo. 
 
 
 
 
 
  
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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