Llamarada telefónica
Llamarada telefónica
Aún recuerdo la primera vez que esperé la llamada de un niño o niña como yo.
Eran como las cinco de la tarde. Durante todo el día había esperado ese momento.
La tarde anterior, en un partido de futbol de los chicos populares de la colonia Tepeyac Insurgentes, había una niña güerita, hermana de uno de nuestros amigos, que pidió mi número de teléfono y me prometió llamar al siguiente día, a las cinco de la tarde. Ella tenía 11 bellísimos años, yo trece recién sobrevividos a pesar de todo, a la mejor usanza defeña.
4:50 pm: Mi santísima madre está pegada al teléfono haciendo caso omiso de la muy maternal frase “el teléfono es para acortar distancias, no para alargar conversaciones”. Debe ser una urgencia, de lo contrario ella actuaría de la misma manera en que nos recomienda actuar. Esperaré.
4: 58 pm: Todos ustedes bien saben lo largo que pueden ser los minutos cuando se es niño, el tiempo es un invento de adultos que nosotros los niños solo sufrimos las consecuencias. Para mí, esos ocho minutos fueron como todas las horas de la eternidad contadas en gotero de papel estraza. Mi pequeña cabeza a punto de explotar, levemente le reclamé a mi mamá, hacía señas con mis manos y mis deditos que le indicaban “cuelga por favor mamacita”, ella había entendido mi lenguaje, pues me contesto con una sola seña “Toma dedo, vete al carajo”. Mi madre sabía perfectamente que una niña me hablaría, cometí el error de comentarlo la noche anterior, ella sabía que si una mujercita está interesada en su gallo, volvería a llamar hasta que el teléfono esté desocupado, parecía decirme “paciencia hijo mío, de todos modos será tuya”.
5:15 pm, mi madre al fin colgó. Casi de inmediato el teléfono sonó y yo, como poseído por un rapero de los años noventa, corro a contestar, las pinches alas literarias que me habían salido por narrarte todo esto, chocaban con el sillón, con la lámpara de piso, con las persianas, con la madre que me parió…tiré de todo en mi carrera.
El auricular era un carbón caliente lleno de espinas de nopal comparado con la melodiosa voz de ella…. Pero no era ella.
Era mi maestra del colegio, quien de inmediato preguntó del porqué de mi falta a clase virtual de ese día. Detrás de mi sentí el clarísimo resoplar de un toro de lidia, era mi madre que se encogió de hombros y tomó la llamada, como diciendo “me vale madres quien sea, aquí a estas horas, todas las llamadas son para mí”.
Sin nada qué poder hacer, y dispuesto a ser sacrificado en la siguiente ronda de sacrificios humanos en bien de la comunidad, me deje soltar, suavecito, suavecito. Pero un milagrito sucedió. Nuestra línea telefónica tenía dos días de estar fallando y con el aguacero que afuera se desarrollaba, ni mi madre ni la mayestra podían escuchar ni madres, tanto de quejas como de frases cortas demostrando incredulidad.
Así, con los gritos ahogados en un lenguaje lleno de hipocresía y desconocimiento de mi persona por ambos lados (“su hijo no a…” “No puede ser si él es…”de mi madre y de la mayestra, me di por vencido, la güerita no me volvería a llamar.
Lleno de incomprensión y con ganas de volarme la tapa de los sexos, me rendí ante el estéreo de la sala y decidido a quedar sordo, inserté mi único disco compacto de Fleetwood Mac decido a que Stevie Nicks me dejara recargar en su pecho mi desgracia y me senté en el suelo a sufrir y llorar mi primer culeo emocional, mi primer camino sin final, mi primer amor desamortunado.
7:00 de la noche, “a cenar se ha dicho” gritaba la ratona Mimí (así la había bautizado mi padre por orejona y negrita, negrita y la ratona ponía cara de “que chingaos mi habla el patrón”) y mi llamada ya debía estar revuelta con los huevos y frijoles de cada noche. Agárrense que hoy me pedorreo como desatado de pura tristeza.
A partir de ese día yo parecía el recepcionista de mi casa, sonaba el teléfono y yo corría y corría y contestaba y contestaba llamadas de quien fuera.
Las voces de vendedores, cobradores, lecheros, familiares, del novio de la Mimí, y miles más menguaban la esperanza de que una de ésas fuera la que esperaba. No sólo eso, por esos días en la colonia corría la leyenda de que andaba suelto un “teléfono muerto” así es que un motivo más para estar levante y levante y levante el auricular varias veces al día era tan solo para checar si el teléfono estaba vivo, descolgado o “muerto”.
Pus ni muerto ni descolgado, la güerita oficialmente se había olvidado de mí. ¡Por qué a mí, por qué! ¡Todo es culpa de mi mamá! Drama sin final, drama sin paralelo. Pronto me resigné, han pasado dos años y ahora hay güeritas, morenitas y de todos colores en el condominio de mi corazón. Hasta que un viernes por la tarde, estando solo en casa escuché sonar el teléfono, no era hora de dormir, no era hora de hablar, no era hora de soñar. Era hora de la tarea.
No era ella, era su mamá que pedía hablar con la mía, había encontrado nuestro número telefónico en la libreta de la güerita, en la que anotaba los números de los niños a los que les podría ofrecer la venta de camisetas que su papá fabricaba allá por los rumbos de Vallejo. Sin saber que decir, nervioso contesté “Le compro todas, de la talla que sea, pero que me las entregue su hija la güerita”
Podía sentir la incredulidad helada que salía de la cara de la señora que estaba del otro lado del auricular, del otro lado su voz se tornó sería, pensé que lo peor estaba por venir…” ¿Y cómo me vas a pagar, escuincle cabrón?”
En aquellas épocas en que la vida era más simple, la comunicación era más compleja.
Max Calva 2020
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