La florista
Irma Islas
Mi hija se llama Araceli. El mes que entra cumple los 18 años. Esta es su historia, te la cuento para ver si así se me sale la amargura que me cargo desde que la abandoné.
Cada semana, los sábados por la mañana llegaba el señor Arévalo al puesto de flores. Yo compré ese lugarcito para poder mantenernos mi hija y yo. Desde que me embaracé estuvimos solas. Araceli, la florista, mi hija, lo esperaba con la alegría de saber que contaba con una venta segura. Y no era poca cosa, se llevaba todas las rosas rojas que estuvieran en el puesto. Dice mi mamá que la primera vez que llegó, le preguntó: ¿cuántas rosas rojas tienes en esa cubeta? Ella le respondió: como cinco docenas. Dámelas todas, hazme un ramo, ponle un bonito papel. Para entonces, yo ya la había dejado de encargada, me fui con un hombre para Colima, aburrida de estar sola toda la vida.
Bueno, pues ella se esmeró en arreglar el ramo, él repetía, “sólo rosas”. No le gustaba que llevara adornos de ramas verdes, ni varitas de flores blancas. Él pagaba lo convenido, sin regatear un solo peso. Ella guardaba el dinero en un frasquito que tenía escondido. Era muy ordenada, obediente, no sé si miedosa; iba y venía del puesto a la casa de su abuela y al día siguiente de regreso otra vez. Antes de dejarla le pedí a mi madre que me la cuidara mucho.
Dicen que la casa de la novia, a quien le llevaban las rosas, estaba cerca del mercado. Cada sábado el hombre se paraba frente al puesto, compraba todas las rosas que había y se iba. Dice mi madre que Araceli le contaba que era un hombre guapo, que se vestía muy combinado, que usaba camisas que parecían muy finas, zapatos muy lustrados. Mi hija lo acompañaba hasta su carro para sostenerle el ramo, cuando se lo entregaba, él se subía con las flores, a ella le daba risa cómo las flores casi le tapaban la cabeza, decía que parecía como si asomara la cara tras las ramas de un arbusto. Y así se iba el hombre con su pesada muestra de amor.
Antes de que me fuera, mientras yo barría el puesto, ella tomaba el rociador, refrescaba las flores, me decía: “Mira cómo las margaritas se pavonean presumidas, les gusta lo frío del agua”. Yo veía cómo las gerberas también se ponían derechitas con la ayuda de un popote en su tallo para no perder la figura, y los girasoles inclinaban su pesada cabeza para saludar a los compradores. Las flores dicen muchas cosas. Bueno teníamos casi de todo, claveles, tulipanes, Hortensias, y mucho follaje, de ese que no le gustaba al comprador de rosas.
Araceli platicaba con ellas, las piropeaba, acercaba su nariz para aspirar el aroma, desechaba con tristeza las que se iban marchitando. Sus manos como avecillas se posaban en cada tallo y sobre cada pétalo dejaba su propio néctar. Cuando formaba un ramo, escogía una a una cada flor, parecía la pasarela de un gran concurso. Su sonrisa era un espejo donde se veía la belleza de las flores.
Cada sábado llegaba Arévalo, se llevaba todas las rosas que se encontraban en la cubeta. Mi Marianita se pulía cada vez más en su arreglo. Dice mi madre que en su rostro se dibujaba la felicidad del reencuentro. Antes de salir de la casa, salpicaba sus mejillas con los polvos de cacao y Maizena que la abuela todavía conservaba. Así esperaba al comprador de las cinco docenas de rosas. Ay, mi niña, tan solita, la abuela qué iba saber de eso.
Según, el Arévalo no era un hombre de mucha plática, pero ella se animó un día a preguntarle si las flores eran para su novia y luego que si era guapa.
Me cuenta la abuela que llegó muy contenta, y de lo emocionada que andaba se atrevió a contarle que le respondió que sí, que tan guapa como ella. Y que luego le guiñó un ojo. Uy, me imagino a mi hija, tan inexperta, tan creída.
Ella le confesó a mi mamá que se ruborizó, que él ni cuenta se dio porque había terminado de pagar y se dirigía a su automóvil.
Pues dice la abuela que por lo que supo, siguieron las semanas y Arévalo pasaba puntualmente cada sábado por las cinco docenas de rosas. La confianza fue creciendo poco a poco, le dejaba buenas propinas, preguntaba sobre su trabajo de florista. Me dijo que en una ocasión, la encontró arrastrando una pesada cubeta con flores, él entró al puesto y ayudó a colocarla junto a Araceli en el lugar que ella le indicó. Luego, que al tomar entre los dos el mango del cubo, sus manos se rozaron, imagino que recorrieron juntas el breve espacio, seguro Araceli le regaló una sonrisa y seguro que él le oprimió la mano. Conozco a ese tipo de hombres.
Al sábado siguiente ella, con el cabello recogido, había colocado una dalia naranja por encima de su oreja, es mi color favorito, ella lo sabía, es el color de la declaración de amor. Dice mi madre que sentada en un banquito junto a las rosas comprometidas, esperaba la llegada del enamorado, pero ese día, ya no apareció. Yo me acuerdo que cuando se ponía triste escondía sus manitas nerviosas en la bolsa del delantal, así debió pasarle cuando vio que no llegaba.
Cuenta la abuela que cuando pasaba por el mercado para llevarle de comer, la veía rociar sin ganas las flores, tenía una cubeta grande con muchas rosas. Seguramente llegó el día en que esas cinco docenas se quedaron esperando hasta que las luces del mercado se apagaban. Cierran a las seis. Ay madre, me hubieras hablado para decirme que mi niña estaba tan triste como yo.
Así pasaron dos meses en los que cada sábado Araceli esperaba al comprador de las rosas, dicen que su mirada se posaba sobre cualquier cliente que llegaba en carro frente al puesto, hasta que se convenció de que algo había pasado. En adelante, sólo llevaba al puesto unas cuantas rosas, ya no se vendían igual.
Por esos días, una mañana, era sábado y dice mi mamá que llovía con brizna. Que Araceli se frotaba las manos para calentarlas, seguro pensaba en el comprador de rosas, tal vez sintió que su vida se había conectado a la de él, así me ha pasado a mí varias veces, eso es estar enamorada. Cuando llegó la tarde, no había comido nada ni tampoco vendido. Fue cuando tomó las tres rosas que nadie había comprado, las envolvió en un papel blanco, amarró los tallos con un listón rojo y salió. Traía puesto un abrigo naranja que era mío, ya gastado, así la encontraron. Los que la vieron cuentan que ya era de tarde cuando la vieron pasar, que caminaba en todas direcciones, seguro las ocho cuadras que el comprador de rosas le había platicado que recorría para llegar a la casa de su novia.
Me imagino que sus ojos buscaban el auto del cliente de las rosas. Preguntaba a cualquiera que se le atravesaba en el camino hasta que seguramente se acordó del cura, los padres todo lo saben. Llegó a la iglesia. Esto que le cuento ya me lo dijo a mí el padrecito. Él estaba en el confesionario, escuchó que se arrodillaban junto a la ventanita y que cuando dijo “dime tus pecados mujer”, reconoció su voz. ¿Eres la florista? le preguntó. Mortificada porque sabía que el padre la conocía le explicó lo que buscaba.
“Sí, lo conozco, y a su novia también”, le respondió. "Bueno ya no es su novia, es su esposa, yo los casé hace dos meses". Me dijo que Araceli luego se fue, que traía un ramito de rosas. Me dijo también que él mismo le indicó cómo llegar a la vivienda de los recién casados. Ella le había mentido, había dicho que debía entregar unas rosas pero que no le habían dejado la dirección.
Lo que voy a contar, me lo contó la esposa del tal Arévalo, una mujer alta, de cabello lacio. El timbre de la casa sonó, ella salió a abrir, malhumorada porque tenía un horrible dolor de cabeza. Al enterarse del motivo de la visita de la florista, llamó a su esposo, pensó que por fin le había regresado lo romántico y le agradó. Julián Arévalo se asomó a la calle, asombrado, sin entender bien la visita de la florista, se le acercó, quería preguntarle si algo le debía. Ella sacó las manos del bolsillo de su abrigo desgastado, el que era mío. El tal Arévalo en un momento sintió que un líquido caliente resbalaba por su vientre. Ella escondió la navaja y corrió. El miedo la hizo avanzar cuadras y cuadras. Al poco rato sonaron unas sirenas. La policía la alcanzó.
Ahora comadre, yo he regresado al puesto de flores, para tener algo de dinero y llevarle de comer a mi hija. No estará mucho tiempo encerrada.
Pero le voy a decir un secreto. Viene un señor cada sábado a llevarse cinco docenas de tulipanes, y ¿sabe qué? Son anaranjados.
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