EL ILUSIONISTA
Por Manuel Ponce
Entre miradas de desconfianza y la animosidad de la gente, los mismos descendientes del judío errante nos llevaron por primera vez sus actos circenses, la lotería, el cine y el ilusionismo al pueblo que en aquellos años alumbraba sus noches con quinqués o mecheros de petróleo.
Eran los húngaros o gitanos que desde entonces, pasados los dias caniculares, durante las cosechas traían su algarabía que provocaba gran jolgorio. Su mala fama los precedían, y marcaba el momento en que las familias reforzaban la vigilancia de sus hijas en edad de merecer, así como de las gallinas, marranos, chivos o terneros en los patios, corrales y chiqueros.
Llegaban en grandes camiones por la carretera de terracería. En medio del regocijo de la muchachada montaban sus carpas en la cancha de basket y anunciaban las atracciones. Esos hombres y mujeres de ropas de colores chillantes dormían al ras del cielo.
Durante el día los hombres holgazaneaban entre las carpas. Jugaban a las cartas o a los dados, mientras fumaban tabaco negro. Las gitanas, con sus faldas largas, su pelo rizado y muy emperifolladas iban de casa en casa echando las cartas a las mujeres, ofreciendo su bisutería y artilugios para la buena suerte y evitar que los novios o maridos pusieran el ojo en otra parte.
Todo el pueblo esperaba que llegara la noche para asistir a los juegos de lotería, actos circenses y al cine. En el patio de la presidencia municipal proyectaban películas como El Látigo Negro, El Águila Negra y Pepe El Toro. A ninguno de los asistentes parecía importarle que el sonido de la película quedara opacado por el infernal ruido del generador de energía portátil de gasolina, que accionaba al proyector.
Al paso de los años, cuando apenas acabábamos de estrenar la luz eléctrica, y yo estaba en el último año de la escuela normal de maestros, con la caravana itinerante llegó Laszlo, el ilusionista de los Balcanes. Sólo vino una vez, pero dejó una profunda huella entre los que acudimos a las sesiones de efectos misteriosos e inexplicables.
Su sola presencia estremecía a la gente. De cejas espesas, ojos negros, nariz aguileña y piocha puntiaguda, provocaba impacto. Se presentaba con sombrero de copa alta y una gran capa de terciopelo que cubría su traje negro impecable.
Cada día, durante su actuación Laszlo embromaba a la gente con enrevesados acertijos y un juego de espejos único.
-¡Vengan, atrévanse a mirar dentro de ustedes mismos! ─ desafiaba con un tono embaucador.
La gente seguía con interés y con temor el acto en que el ilusionista. En plena actuación decía haber aprendido en la región de los Balcanes sus conocimientos y habilidades que le permitan ahondar en la complejidad del alma de la gente. Se ufanaba de descubrir los oscuros secretos, los recuerdos más profundos de cualquier persona. Aseguraba que tenía el don de atisbar en el pasado, pero también en el futuro.
Muchos de los que asistían a sus sesiones de ilusionismo salían pasmados o desconcertados al quedar al descubierto sus vivencias más ocultas y hasta su porvenir.
No cualquiera podía participar en las sesiones. Quien se atreviera a hacerlo, debía demostrar ser merecedor de tomar parte en el suceso.
-Deben responder correctamente al acertijo o perderán su alma ─advertía a quien quisiera tomar parte.
La noche que asistí había una gran multitud expectante. Laszlo propuso tres enigmas: "Un pato y un niño nacieron el mismo día, al cabo de un año ¿Cuál de los dos es mayor?
¿De noche llegan y no las llamaron. De día no están y no las robaron? ¿Qué ser provisto de voz es de cuatro patas, de dos y de tres?.
Me correspondió responder al tercero. Me alegró que las lecciones de historia grecolatina en la normal, me pemitieran responder de inmediato:
-¡El hombre, al caminar en sus diferentes edades. Con cuatro en la primera edad, cuando gatea; con dos, durante su plenitud, y tres, al declinar su vida.
Cómo si se preparara a disecar a una mariposa recién atrapada, Laszlo me ensartó con sus ojos negros. Con una sonrisa sardónica me hizo sentar de espalda a su público que miraba con atención cada detalle. Frente a mi estaban tres espejos de cuerpo completo. El ilusionista y la gente podían ver mi reflejo.
Entonces, ocurrió lo impensable. En los tres espejos apareció mi imagen en distintas edades.
En una de las lunas me veía como un infante de unos doce años muy azorado. Con actitud agitada mostraba no comprender lo que estaba sucediendo. Ansioso miraba a su alrededor en busca de respuestas.
-¿Qué hago aquí? No me gusta. Me quiero ir de aquí.
En otro espejo me veía a mi mismo, en la edad actual. A pesar de sentir una gran confusión, miraba condescendiente al pequeño, en quien de alguna manera le parecía familiar.
-¡No te preocupes, niño! No pasa nada. Estarás bien ─le dijo.
En la tercera luna apareció la tercera persona, en quien de inmediato me reconocí, aunque muy avejentado. Estaba apoyado en un bastón y miraba con avidez a sus réplicas infantil y edad juvenil. Sus ojos iban de un espejo al otro.
-Qué emoción contemplarme en mis años de juventud. Los dos deben tienen toda una vida ante si. Quisiera decirles que los años no hacen mejor a la gente.
Sentado frente a los tres espejos, estaba atónito. Era increíble estar ante mis tres versiones, interactuando entre si.
El pequeño, muy desconcertado se aproximaba al espejo, como si estuviera ante una ventana, frente a dos personas totalmente desconocidas para él.
-¿Quiénes son ustedes? ─Volvió a preguntar el niño. No entendía lo que ocurría ahí.
-No te va a pasar nada ─reiteró el joven.
Algo especial sucedió a continuación. El joven y el mayor se miraron detenidamente. Por unos segundos entablaron un diálogo visual. Angustiado, el de menos edad se dirigió al viejo. -Tengo muchas preguntas qué hacerte.
Apoyado en su bastón, el anciano asintió. Trataba de infundirle seguridad y confianza. Luego, repuso:
-Por muy difíciles que se pongan las cosas más adelante, nunca debes perder la esperanza. Haz lo que te dicten el corazón y el pensamiento.
Laszlo observaba mis reacciones y la del público. Satisfecho por haber logrado esa reacción colectiva, puso fin al trance.
Fue la primera y única vez que el Ilusionista de los Balcanes vino al pueblo. Los gitanos, muy dados a la chanza, decían que un día fue víctima de su propia magia y se lo habían tragado sus espejos.
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