EL GUARDIÁN DE LA TRADICIÓN
Manuel Ponce
¿Qué haces Noemí? Vete de aquí. Las mujeres no montan toros. Éllas sólo miran y aplauden a los hombres desde la barrera. ¡Sal del redondel! ─le atajé.
—Ni estos cuches son toros, ni ustedes son hombres. Son unos bembos. Me dejan montar o voy a decirle a doña Ernestina que lazaron a sus marranos para jugar al jaripeo.
Nos miramos. No podíamos hacer otra cosa. Muy a nuestro pesar aceptamos su participación en nuestra charreada, como montadora de cuches. Desde entonces, siempre se buscó la forma de para tomar parte en nuestras diversiones.
—Soy mejor que todos ustedes juntos, muchitos ─desafió. Con los brazos en jarra, miró a cada uno a la cara. Ninguno de nosotros se atrevió a confrontarla. Sería como nadar a contracorriente.
Su presencia y sus desplantes se convirtieron en un incordio para la tropilla de amigos.
—¿Hasta cuándo dejarás de ser una machorra? ─le fustigaba su mamá cuando la encontraba tomando parte en nuestros juegos y correrías.
Noemí, era hija de don Valerio y doña Juliana, dueños del molino de nixtamal de la población.
A mí me daba la impresión que se parecía a los juncos que crecen a la orilla del rio. Larguirucha, con cola de caballo volando al viento. Siempre estaba de chanza.
Javier, era hijo de un mecánico ferroviario. Como una veintena de trabajadores del riel, había construido su casa en uno de los furgones abandonados en la estación. Le pusimos como apodo Cabús, en referencia al vagón que va en la parte trasera de los trenes. Era muy fornido, pero Noemí siempre lo hacía el centro de sus bromas.
—Siempre llegas al final en las carreras. Eres muy lento, así nunca me vas a ganar.
Hijo de comerciantes, Rolando era el más avispado en el salón de clases. Nadie le ganaba a hacer cuentas y sacaba las mejores calificaciones. Le teníamos admiración por lo aplicado.
Juvencio y yo éramos de familias campesinas. A Noemí no le hacía mucha gracia nuestra piel requemada por el sol.
—Chimeco, a ver si ya cambias esos huaraches de la gudyear por unos Michelín. Son más de moda ─me decía con ganas de hacerme enojar. Sin embargo mi devoción por ella me hacía inmune a sus puyas. Se me resbalaban.
En las tardes, después de comer, nos reuníamos bajo la sombra refrescante de una huerta de tamarindo. Ideábamos qué hacer. Lo que más nos entusiasmaba era ir a espiar a la gente.
Noemí se las arreglaba para encontrarnos. Prefería estar con nosotros que con las demás niñas de su edad. En la escuela ganaba en las carreras a todos los niños de su edad. Trepaba como iguana hasta lo más alto de las palmeras para bajar los cocos y nadaba más rápido que cualquiera cuando nos íbamos en parvada a chapotear al río.
—Es un marimacho ─señalaban las señoras mayores.
Con ese ambiente fuimos creciendo. Al terminar la secundaria, Noemí nos dio la noticia que puso fin a una época infantil y, con ello, cada uno fue encaminándose a intereses más particulares.
—Muchitos, me voy a estudiar a Puebla. Estudiaré en una academia de contabilidad.
Un día antes de su partida estaba muy achicopalado y fui a buscarla a su casa. Nos fuimos a la bodega del molino de nixtamal, en donde estaban apilados varios de costales de maíz y bultos de cal.
—¡No te vayas montacuches!
—Chimeco, ¿Qué quieres que haga? Quisiera quedarme, pero me mandan mis papás .
Resignados, nos despedimos. Entonces le salió lo mujer. Me plantó un beso en el cachete. Vi cómo sus ojos negros como los capulines, se iban nublando. Se le escurrieron gruesos lagrimones, como el agua que se desparrama todo el día en la pila del jardín.
—¡No se olviden de mi muchitos! ─dijo al grupo de amigos antes de subirse al camión en la terminal.
Desde entonces, algo cambió. Ya no fue lo mismo en la vida de ese grupo de muchitos.
Se nos acabaron los ánimos para hacer guasa o ir a robar fruta en las huertas. A nadie le dio por ir a espiar a las parejas de novios, atrás del campanario de la iglesia; o ir de fisgones a la poza de la barranca, en donde al atardecer se baña la gente. Nadie se interesó por atestiguar la matanza de animales en el rastro, y ni siquiera nos acercamos a la fuente, a escuchar a las señoras van a acarrear agua y aprovechan para ponerse sal tanto con las novedades del pueblo.
No tuvimos noticias de Noemí, ni en las vacaciones escolares. Cuando alguien se interesaba, sus padres señalaban que estaba estudiando en la academia y, tiempo después, que ya trabajaba como contadora en una empresa.
Los cuatro amigos seguimos nuestras propias veredas. Cada uno siguió la actividad tradicional de sus familias. Javier ingresó al sindicato de trabajadores ferrocarrileros. Rolando ayudó a sus padres en comercio de mercancías. Juvencio se dedicó a la engorda de reses y chivos. Yo me mantuve en las tierras de cultivo. Seguí usando huaraches.
A veces nos veíamos en las fiestas del pueblo, las peleas de gallos; el juego de baraja o el dominó. Nos encontrábamos en las cantinas, y hasta en las visitas clandestinas a las casas de mala nota.
En esa ésta época, mientras me dedicaba a la siembra de jitomates, me cuestionaba sobre el ciclo de la vida circular que nuestros pueblos, donde las familias repiten y repiten el pasado.
Alrededor de diez años después de haberse ido, Noemí regresó al pueblo. Por varios días se mantuvo encerrada en su casa. Alguien se enteró y dio rienda suelta a toda clase de habladurías. En realidad, pasaba la mayor parte del tiempo junto a su padre enfermo, quien falleció luego de una larga agonía.
En el velorio y en el panteón, la acompañamos los amigos que habíamos crecido juntos. Había conservado su cuerpo esbelto, pero el cabello lo traía corto. Sus ojos negros conservaban su chispa. Siempre me atrajo de niña, ahora más como una mujer con bonitas formas.
Antes de regresar a la capital, Noemí fue a buscarme a la casa que había construido a las afueras del pueblo.
—Todos se casaron, menos tú chimeco. ¿Por qué? ─preguntó.
Tampoco hubo necesidad de decir algo. Esta vez, nos abrazamos e hicimos el amor sobre una mesa grande en donde se escoge y empaca el jitomate.
—Quédate montacuches! ─le volví a pedir.
—No chimeco. Siempre te aprecié pero lo machorra nunca se me quitó. Ahora tengo otra forma de ver la vida. No me llevo muy bien con las tradiciones.
—En la terminal de autobuses, antes de subir al camión, recobró algo de su antiguo estilo:
—¡Esos huaraches de la gudyear nunca me gustaron! A ver si para la próxima ya tienes de una marca más moderna.
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