El atajo
Comentario en audio
María del Mar Téllez Romero
Sentada en la silla de él, con el ánimo estrujado, los ojos hinchados, Daniela suspiraba tan rápido como el segundero del reloj de cocina. Su exceso de confianza desencadenó un desastre.
Se creyó una cocinera avezada, terrible error, los quince minutos fueron demasiados, la olla se infló cual globo de cantoya, la tapa voló como piedra expulsada en una erupción, tras de ella una lluvia negra salpicó ventanas, techo, alacenas, hasta las cejas de Daniela chorreaban frijoles.
La coronación del desastre fue el agujero en la pared, con exacta puntería la tapa se incrustó en esa esquina. Parecía como si siguiera las instrucciones de un ser malévolo dispuesto a estropearle todavía más la vida a Daniela.
El boquete parecía inofensivo. Daniela, a pesar de su nula astucia, apeó todo su valor y con escasos beneficios intentó retirar la tapa, por el minúsculo espacio pudo ver la magnitud del daño. Decidió dejar el artefacto, hacía su función, tapaba el incidente.
La explosión debió ocurrir pasadas las 9 de la mañana, Federico no llegaría sino hasta después de las 10 de la noche, los jueves se quedaba más tarde en la oficina a decir de él: “preparaba el reporte ejecutivo”, Daniela, de sobra, sabía la verdad, prefería callarse, utilizaría esa carta bajo la manga en una verdadera emergencia.
Tenía casi doce horas completas para limpiar lo mejor posible la zona de guerra.
En un reflejo casi robótico se fue deshaciendo de la ropa sucia, en calzones y camiseta, armada con suficientes trapos comenzó su faena.
Empezó por quitar las leguminosas de la ventana, su color negro impedía el acceso a luz del día, ni siquiera podía verse la pared al otro lado, la del patio de servicio. El primer cristal sufrió la inexperiencia de Daniela, lo talló hasta hacerlo chillar de dolor, eso sin nombrar los arañazos propinados al inmaculado aluminio blanco que enmarcaba la ventana. Su grito aterrorizó al resto de los 12 cristales y al ventanal central que del susto se estrelló por el centro.
La tarea le llevó no más de 1 hora, decidió relajarse, tomar un respiro. Se recargó en la pared entre el refrigerador y el mueble con los hornos, a pesar de ser un hueco pequeño, Daniela encajó con precisión, el frio del azulejo azul aguamarina la hizo sentir un calosfrío que desembocó por sus pezones.
Se deslizó sobre la pared hasta quedar en cuclillas, colocó las palmas de las manos sobre la loseta verde agua, las piedras simuladas le causaban nauseas, parecía como si se movieran haciendo olas salidas desde esa esquina.
Para controlar el mareo dejó caer sus rodillas, ambas tronaron simultáneamente, colocó la mejilla sobre el piso, eso le dio perfecto dominio de la superficie, no sólo encontró los frijoles fugitivos, también encontró restos de semillas en todos los ángulos, principalmente alrededor de la base que soporta las cajoneras de color aperlado, en ese momento chorreadas de caldo negro.
Ahogó un grito cuando su peor presentimiento se convirtió en realidad, debajo de la tubería de la tarja, justo detrás del cespol, cobijado por la poca luz, yacía, desde Dios sabe cuándo, el cadáver de una cuchara. Siempre odió ese rincón, odiaba más a Federico por escatimar en las puertas, la tubería semejaba las vísceras de un señor gordo con mala alimentación.
Como resorte se puso en pie, corrió al cuarto de lavado, se subió en la lavadora para alcanzar en el anaquel empotrado en la pared, el cilindro metálico color verde bandera, el insecticida súper poderoso.
A pesar de que el bicho estaba seco, lo roció hasta vaciar el contenido del envase. Todo el cuarto se llenó con el penetrante aroma. En ese momento sintió el mareo recorrerle desde la cabeza hasta las entrañas y de regreso, fue inevitable, el vómito salió con un efecto de proyectil como hidro lavadora de propulsión a chorro.
Todo era un desastre, el piso, la puerta, la cubierta de cristal de la estufa, la campana extractora, todo chorreaba líquido amarrillento con olor agrio.
En seguida vinieron las lágrimas gruesas, amargas, terriblemente saladas.
No se dio permiso de controlarse, con los mismos trapos llenos de líquido limpia vidrios intentó limpiar la puerta de madera, la que separa la cocina del cuarto de lavado, pero su llanto fue mayúsculo al ver el trapo lleno de barniz rojo, su vómito corrosivo levantó como si fuera aguarrás el barniz de la puerta, justo en el centro estaba una mancha deforme de color vino deslavado, las vetas de la madera la veían con un gesto burlón.
Se giró para evitar la mirada de la puerta, el cochambre del piso, los frijoles embarrados, el aceite del insecticida, la hicieron trastabillar, dar mas de un traspie en el intento por no caer de bruces sobre su propia suciedad, el efecto hubiera sido devastador, pero consiguió derrapar sobre la mugre hasta detenerse de frente con la tapa de la olla.
Maldita olla, como pudo hacerme esto, gritaba Daniela, su enojo le dio fuerza suficiente, se afianzó del mango de la tapa, de un solo tirón acompañado de múltiples gruñidos la quitó de la pared, al separarla, el chasquido parecido al de abrir un frasco de mayonesa dejó al descubierto un enorme boquete.
Del otro lado debía estar la alacena debajo de la escalera, exactamente debería encontrarse con el anaquel metálico, el de las cubiertas rotas, imaginó el papel sanitario, las servilletas desechables, los vasos y los cubiertos de fiesta cubiertos con los apestosos frijoles.
Lo inexplicable era la luz a través del hueco, la intensidad la deslumbró.
Intentó recordar por si hubiera dejado por descuido la luz encendida, pero aún así la luminosidad no se justificaba, el foco de la covacha no era superior a 50 watts.
Deliberó mentalmente como enfrentarse al hoyo, sentía repulsión cuando su mano tocaba cualquier superficie desconocida, aunque sabía, del otro lado encontraría platos de unicel batidos con la melcocha de la olla. Decidió no tocar nada y mejor asomarse con cautela.
Se acercó, conforme se aproximaba, la luz parecía graduarse automáticamente para permitirle ver hacia el otro lado.
En cuanto estuvo completamente de frente, sintió en el estómago algo parecido al vértigo cuando te asomas en un abismo, del otro lado no estaba ni el anaquel con los artículos desechables, ni las mesas plegables, tampoco estaban los repuestos de la loseta con apariencia de madera para cambiar los dañados de la entrada principal.
También parecía haber desaparecido el stock de detergentes para lavar la ropa, los limpia pisos, hasta el destapa caños se había esfumado.
En donde debería estar su tesoro de reservas ahora se encontraba un algo, se frotó los ojos con los puños, volvió a enfocar la vista, frente a ella estaba una especie de masa voluminosa de aspecto amorfo, consistencia viscosa, con vida propia, se movía con espasmos discordantes contrayéndose del centro hacia afuera y viceversa.
La luz provenía de esa cosa, parecía de consistencia sólida, no podía ver a través de ella.
El efecto luminoso combinado con los movimientos hipnotizó la abrumada cabeza de Daniela, la cosa bisbiseaba algo ininteligible, pero atrayente, sin dominio de sus acciones estiró el brazo hasta tocar a la cosa, la palma de su mano se topó con una superficie gelatinosa, pegajosa, absorbente.
La sensación lejos de ser repugnante le causaba regocijo, la difusa luz del interior la conminaba, paradójicamente también la seducía.
Se deleitó con la succión sobre su mano, después sobre el antebrazo, hasta llegar al codo, la cosa la absorbía suave sin frenesí. Voluntariamente empujó su hombro al interior.
El placer la hizo comprender, era el atajo que siempre buscó, la salida perfecta para abandonar su monótona existencia, para deshacerse del salvaje de su marido, siempre estuvo ahí, entre la cocina y la covacha.
Se abandonó a la caricia, a la calidez de la cosa. Cerró los ojos, desplomó su cuerpo al interior, siempre lo había añorado, desaparecer sin dejar rastro, se dejó engullir por la cosa.
La furia de Federico no se hizo esperar, desde su llegada lo intuyó: “algo estaba mal”. La primera alerta se la dio el olor, toda la casa desde la puerta de entrada, estaba saturada con un olor nauseabundo, a huevo podrido, a cañería de hospital.
La segunda alerta fue la oscuridad. Situación bastante extraña para una mujer con exceso de miedos.
La confirmación se la dio la puerta de la cocina, algo por dentro impedía abrirla, la pequeña separación con el piso estaba pegada con una mezcla aglutinante.
—¿Daniela, donde diablos te escondes?, ¿qué es toda esta mierda! —el silencio lo alteró aún más — carajo, detesto cuando decides enmudecer.
Sin dar tregua a sus emociones subió de dos en dos los treinta escalones hasta llegar al segundo nivel, la puerta de entrada al cuarto de televisión estaba entreabierta. Para hacer patente su hombría la pateó con la fuerza necesaria para azotarla contra la pared, al tiempo cayeron dos cuadros cuyos cristales se hicieron añicos al contacto con la duela.
Sin un atisbo de arrepentimiento siguió de frente hasta la bodega en donde guardaba sus herramientas. Ese lugar para él debería permanecer inmaculado, estaban prohibidas las inmundas manos de Daniela.
Jaló del interior de su bolsillo la cadena con el manojo de llaves, seleccionó la adecuada y abrió su refugio.
De la pared izquierda de donde cuelgan los múltiples martillos, eligió el de mango de caoba, con cabeza de acero inoxidable, de la otra pared descolgó el hacha nunca utilizada. Añoraba el momento preciso para hacerle una demostración de su fuerza a la inútil de Daniela.
—¿Te niegas a salir de tu escondite? Eres una miserable rata. Prepárate para ver cómo destruyo tu guarida.
Bajó dando tumbos en las paredes de la escalera, la nula precaución de su descenso hizo caer más de una pintura al óleo.
—Sigue con esa ridícula actitud, hasta tus estúpidas pinturas están pagando tu astucia, retarme a mí…
Se sentía envalentonado, pletórico, de un salto alcanzó con el martillo cada una de las dos lámparas de la sala, nunca compaginó con la decoración minimalista, esos rectángulos con la separación mínima para alojar una sola luminaria de luz fría lo alteraban, le recordaban el consultorio dental de dónde sacó a Daniela.
Ni siquiera esa acción despiadada logró aventar a Daniela de su escondite.
—No me queda duda, algo exasperante debiste hacer, ese nauseabundo olor —gritaba estentóreamente—, ¿dónde demonios te metiste?
Federico caminó decidido a abrir la puerta de la cocina. El cuarto estaba en completa oscuridad. Nada, no podía ver nada, los tres cristales rectangulares en el medio de la puerta estaban completamente empañados, el bisel deformaba la visión al interior.
Encolerizado dio tremenda embestida a la puerta, consiguió salir proyectado al lado contrario con el brazo magullado y dibujada la moldura de las 3 ventanas rectangulares.
Recobró el ánimo, se puso en pie, tomó el hacha, cual si se tratase de un guerrero en pelea cuerpo a cuerpo, se dejó ir sobre la puerta. Uno, dos, tres hachazos fueron suficientes para ultrajar la puerta, por la grieta salió un pestilente olor.
En una reacción instantánea Federico arrojó el contenido de su estómago, apenas estaba por recuperar la compostura cuando una segunda arcada lo sobrecogió. Camisa, pantalón, zapatos, todo quedó batido. Se protegió la nariz para aminorar un poco el putrefacto aroma. Metió la mano a través de la rajada, encendió la luz, la escena era horrorosa. La cabeza de Daniela estaba incrustada en la esquina donde tantas veces la encontró acurrucada cuando lloraba. El resto de su menudo cuerpo estaba rodeado de un amasijo fétido de: frijoles, insecticida, jugos gástricos, líquidos de limpieza; que corroían como ácido el cuerpo inerte de Daniela.
Comentarios
Publicar un comentario